Un espacio, un tiempo

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Vivir en el centro de la Ciudad es como vivir dentro de algún libro de historia, alguna buena crónica de antaño, un mural, una fotografía vieja, al mismo tiempo que es el lugar de la perpetua renovación del espíritu, la novedad constante. A veces siento que floto por encima de todo lo que veo en mi andar, como si fueran mis ojos los de una diosa, una observadora absoluta: todo me asombra y nada me perturba. Soy parte de todo, cada mirada y roce, cada vínculo y muro, multitud y ruina, miseria y soberbia. (De pronto me saca de mi ensueño un niño vendiendo masapanes, como por instinto sacudo la cabeza y vuelvo a sentir la distancia, la separación).

Vivo un espacio, vivo una época, es natural que viva también la frustración que le es propia a esta circunstancia. Me sé diosa y sin embargo mi poder es mínimo: soy un cuerpo más que fluye dentro de esta monstruosa masa que habita el mundo, que se lo engulle constantemente, que a veces lo digiere, lo vomita a menudo y lo llena de su excremento. Soy un cuerpo más que contribuye a este monstruo y no puedo evitar su dominio sobre mí. Esa es la impotencia. Expectadora de mi propia rendición y sentencia, frenéticamente busco alguna explicación con la débil esperanza de liberarme del monstruo y caminar en otra dirección, en un rumbo con menos dolor, donde podamos andar respirando aire puro, en el que a cada paso no recordemos el peso de la muerte. Pero el leviatán se sacude en la voluptuosidad de sus actos y me lleva con él, no dejo de verme reflejada en su grandeza, su potencia y me siento diminuta e insignificante como un bicho en un mar de bichos arrastrados por las corrientes que ellos mismos, sin proponérselo, provocan.

En este arremolinar de la vida siento éxtasis de tener el privilegio de observar, vértigo ante el futuro. Deduzco que no sólo es mi disperción sino también y sobre todo el fermentado cataclisma que somos y el amor por la inmediatez de nuestro tiempo lo que hace que me concentre en mi presente y no estén en mi lista de prioridades los códigos heredados, aquellos obstinados en asegurar un futuro y planificar para vivir bien después. No, ya no es así: el leviatán está dando patadas de ahogado en su saberse herido de muerte. Ante la desesperanza la lógica es disfrutar del momento, sin más. La trascendencia ha muerto, dirían ciertas personas. Es la era de la inmediatez absoluta.

Así, no son primordialmente las circunstancias sino nuestro espíritu el que nos dificulta prepararnos para lo que sigue, que no será fácil. ¿Reaccionaremos acaso hasta que incluso la inmediatez nos sea arrebatada y no podamos seguir evadiendo el espejo?

No me cabe duda de que vivir con esperanza y ser congruente con ella, viviendo en el presente lo que se desea para el futuro, es un acto revolucionario.