La palabra adiós es hermosa. A-diós. Es en el momento de la separación cuando nos remitimos a la totalidad, lo divino, a lo que rebasa nuestra finitud y nos une. Y, sin embargo, el adiós es real, definitivo, la separación existe.
Muchos adioses son para siempre y marcan un punto de no retorno: aquello que alguna vez se mantuvo unido, lado a lado, en el mismo camino, se separa y abre una distancia infranqueable. El adiós sólo hace evidente lo que siempre fue la verdad de la unión: lo que se une no es una misma sustancia, lo que se une siempre fue disímil, ajena una parte de la otra. Como dice Eduardo Nicol:
La identificación es imposible, porque el ser insuficiente desea reunirse consigo mismo, para completarse, y sólo puede completarse con el otro, que le es propio y ajeno a la vez.
La individualidad persiste, de ahí nuestra nostalgia taciturna y nuestra estimulante esperanza. La paradoja es la verdad de la unión: el otro es mí otro, yo soy su otra. Somos ajenos y, no obstante, ni la distancia más absoluta, la diferencia más real, puede ocultar la verdad de Dios: nuestras historias se entretejieron en un telar más grande que nos sostiene, nos abarca y nos rebasa.
Al estar juntos nos olvidamos de Dios, el mundo giraba al rededor nuestro cual si fuéramos su ombligo, nuestro egoísmo nos enceguecía. Al separarnos, el egoísmo se disipó y nuestros espíritus se expandieron en su soledad. De Dios venimos al encontrarnos y a Dios regresamos al despedirnos.
El no decir adiós cuando es necesario es la terca costumbre de creer que se pueden ocultar las distancias, perpetuar ese mundo sin quebrantos. Sin embargo, el silencio es la distancia encarnada en el tiempo, es el repetir la separación con cada día que pasa sin expresarte mi decir. Pido disculpas. Debo aceptar la paradoja: la única forma de reducir la distancia es emitir de mis labios esa palabra que, al separarnos, nos une: ¡Adiós!
-Para quien me dejaba dormir en su regazo, deteniendo el tiempo a caricias.